Bloomendaal, 1988. Probablemente uno de los viajes con mi padre más absurdos: Ir a la playa en Holanda. Fue mis primeros contactos con el nudismo, cuando ya empezaba a entender la belleza de los cuerpos.
Volver de adulto, tres décadas después a aquel pueblo lleno de leyendas de novela negra, de justicia poética, de consecuencia de actos: Cuentan que una mujer hizo enloquecer de amor a un hombre tanto que acabó con su propia vida, y, la muerte y su guadaña, para hacer justicia, acabó con la vida de la persona más amada por ella, su padre.
Y es que el cielo y el infierno no existen, sino en esta vida: Todo se paga en ella, por eso la venganza es un trasto inútil: Lo propio siempre vuelve.
Nunca pensé en volver a Holanda, en mi cabeza solo recordaba curvas, enormes ojos azules y pelo lacio y rubio allá donde miraras. De adulto aquello cambió, el disfrute se centra más en el café, los desayunos, la felicidad de las pequeñas cosas, leer a Jo Nesbo en una playa extraña, en un lugar donde no tendría que haber playa, pensar en la vida como sucesión de hechos imborrables. Felicidad de verano, risas que con el frío del norte desaparecen. El verano como mundo mágico, el invierno como oscuridad de nuestras vidas.
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