Estaba comiendo unas patatas riquísimas con Schnitzel en un puesto del aeropuerto de Frankfurt y de repente escuché "¡Pero tía, que tú has vivido aquí dos años!"
Me hizo gracia la expresión, como si dos años en Frankfurt convalidaran un doctorado en física cuántica, así que giré la cabeza, y allí estaba: Más vieja, peor vestida, con un color de pelo que no era el suyo, hablando con la de las vivencias. Me oculté detrás de mis patatas para pasar desapercibido esperando que los años, mi barba y su despiste hiciera el resto.
La respuesta de ella fue un beso. Un beso de "cállate, no quiero hablar de ello", pero podría ser un beso de "te he mentido, nunca he vivido en Frankfurt" era un beso de pareja, de complicidad, de silencio. Y en inglés. Sí, en inglés con una española en Frankfurt, como si la lengua de Cervantes le fuera ajena. No deja uno de asombrarse. De repente giró y me vió. Al principio con cara de saber sin saber, un te conozco pero no sé quién eres. Le descolocaba mi pareja, el niño, el carrito y mi barba. Quizás hasta las patatas. Se asustó, agarró la mano de la de las vivencias y se fueron con sus maletas y las suyas (sus patatas) huyendo de su heterosexualidad, su pésimo inglés y su filología en hispánicas, recibiendo mi sonrisa como respuesta. El mundo es pequeño, curioso y su trama supera la mejor novela de Javier Marías. Cuando la conocí lo único que yo no comía era patatas.