miércoles, 13 de julio de 2022

Amor y Fiebre





Son las 4 de la mañana y mi hijo tiene fiebre. Cuando siento angustia por algo, aprendí de mi padre a recordar momentos de felicidad. Los recuerdos más hermosos de mi infancia sucedieron en lugares cercanos. El Palmar de Vejer de la frontera era un lugar mágico cuyas playas parecían estar desconectadas de la civilización. El ruido del mar se acercaba y se alejaba dando sentido a la vida y mi abuela se levantaba a esta misma hora para hacer comida para unas veinte personas, primer plato, segundo plato y postre sin distinción de edad ni de alérgenos, pechuga de pollo empanada sin sal porque la sal envolvía el ambiente. Risas de los adultos ante las protestas de los pequeños. Nunca entendí para qué montábamos una caseta fijándonos que los vientos estuvieran bien sujetos si luego nadie entraba dentro por la imposibilidad de la temperatura. 38 grados y medio. Sebastián llora y sus ojos color mar me buscan en un chillido de angustia pidiendo que lo salve. Sé como se siente porque yo también sentía que abandonaba este mundo cuando de pequeño tenía fiebre. Los hombres enfermamos y parece que nos morimos. Balbucea tratando de explicarme y yo intento tranquilizarlo, sabedor que esta fiebre forma parte de su crecimiento. Pero no puedo evitar aplicar mis escasos conocimientos de medicina, y, tal como me enseñaron, buscar rigidez muscular en el cuello como signo de meningitis. También le levanto las piernas y se ríe. Bien. Mi suspiro de alivio puede que se haya escuchado en Pernambuco y yo me haya convertido en mi padre. Lo divertido de las playas de Cádiz surge en los vientos de Poniente, que permiten un día de playa maravilloso, hasta que de repente salta el levante, y todo se convierte en una distopía del fin del mundo. La arena golpea como si fuese un látigo mágico, los guiris color cangrejo, desnudos, se asustan porque en su falta de experiencia no han atado bien los vientos y sus sombrillas se convierten en pequeños helicópteros para diversión de los niños y risas de los adultos. Mucho peor que el levante -decía mi abuela- es que se nos uniera otra caseta: Los primos de mis primos. Nunca me quedó claro si tenían mucho dinero o simplemente aparentaban (probablemente lo segundo) pero recuerdo su coche enorme de importación y con matrícula CO.  Siempre llegaban a la hora de la siesta, que es cuando más calor hacía  (Por joder, que decía mi abuela) 37 grados, la medicación hace efecto y Sebastián deja de recitar el Quijote en su idioma de bebé, cierra los ojos y duerme en su sonrisa de sentirse amado y protegido. Son las 6 y comienza a amanecer tímidamente, ese espectáculo diario que nos brinda este maravilloso mundo. 

2 comentarios:

  1. Espero que se encuentre mejor, lo has contado de una forma tan especial con esa forma de hilvanar el presente y el pasado, la abuela tan nítida en el recuerdo y el hijo doliente, las playas del Cádiz de tu niñez y esa calurosa noche insomne en que amanece que parece que se oye su llanto y sus risas. Un saludo

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