Subiste por la almena de mi corazón, y allí te quedaste abrazada. Parecías disfrutar del sonido de mi respiración y buscabas con ternura mis labios, interrumpiendo mis sueños, que son los tuyos. Todavía hay princesas en castillos, ocultas, sin esperar príncipes que las rescaten, simplemente buscando que un hombre acompañe sus días desde el respeto y las caricias, desde las risas y la alegría de vivir. Otras veces hay que llevar a las princesas a un castillo para que descubran su linaje, para que la magia haga su aparición, pues normalmente no habitan en ellos. Sin más interferencias que las campanas de una lejana iglesia lejana o el ruido de los pájaros, fuimos por momentos dos nobles en su luna de miel, entregados a un hedonismo recalcitrante, y cuando por fin descansamos, el mundo pareció dormir con nosotros. Ni siquiera la luna nos acompañó. Decidió esconderse para no interrumpir nuestras artes amatorias y posterior reposo. Saborear el romanticismo más que sentirlo. Sentir el ardor interior al mirar a los ojos, ese sabor métalico y afrutado de una copa de vino bebida entre sorbos de pasión. ¿Quien amó así nunca? Nadie amó así siempre.
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