martes, 22 de noviembre de 2016

Escondite entre la vida y la muerte



Tras tres horas de avión y dos de guagua llegamos al piso. Era ya madrugada. Me daba muchísima vergüenza reconocer no saber llegar, así que me excusé en el cansancio. Tu mirada azul parecía darse cuenta de mi mentira, de que nunca había estado allí, pero lo dejaste estar. No acerté con la llave sino al sexto intento. Y al abrir, inexplicablemente, la casa olía a muerte, como si las paredes supieran los hechos que iban a acontecer horas después de cerrarse por última vez. Mi padre lo sabía y volvió a tierras gaditanas para morir donde nació, exactamente en la misma habitación, sesenta años antes, habiendo cerrado a conciencia. La casa parecía haber sido arrasada por su peor enemigo, que siempre fue él mismo. Papeles desordenados por mesas y sofas, incluso por el suelo, allá donde alcanzara la vista. "Hay una escalera" dijiste. "Ya te dije que era un dúplex"- te contesté. Descubriste la terraza, tan grande como toda la casa, y pegaste un pequeño chillido entre asombro, placer y alegría. Luego volviste comedida, con cara de susto, por haber roto el duelo que creíste conservé durante todo el viaje. Simplemente estaba cansado, no dolido. Quien suele buscar la muerte la encuentra. Playa Sardina es un lugar recóndito del paraíso y estaba jubilado. Sólo tenía que disfrutar, pero decidió activar el modo autodestrucción. El ser humano es así. Nos fuimos a la cama y yo, en mi desesperación, te desnudé rapidamente y me entregué en cuerpo y alma, porque la muerte hay que compensarla con la vida, porque al verte desnuda la mezcla de cansancio, angustia, cabreo y erección provocada no me iba a dejar dormir. Sabedora de que nadie podía oír, gritaste, aullaste de placer varias veces. Quizás fingiste, pero poco importa. Necesito la felicidad en mi vida, necesito celebrar la vida, y no hay mayor celebración que ser tu empotrador a domicilio, que sujetar tu corazón, sostener tu cuerpo y estar dentro de tí. Me dormí acariciando tu cabecita dorada y amanecimos cuando la luz del sol empezó a calentar nuestros cuerpos. La mañana siguiente se convirtió en una gymkana de ordenar papeles, limpiar la casa y buscar tesoros. Y descubrir la playa. Hacía tantos años que no iba aquella playa que se me había borrado de la memoria. La última vez que estuve en ella, la isla parecía un planeta distinto, enorme. Ahora parece irreal, como un sueño del que no quieres despertar. Me había puesto una camiseta azul de mi padre, y alguien empezó a gritar su nombre añadiéndole el título de Don a lo lejos. Tenía al menos, mil años y un sombrero de paja. Al darle las novedades, con mucha pena, llamó a otros lugareños y con una rapidez inusitada organizaron una misa de requiem para el domingo. Se sea creyente o no, si hay algo hermoso en Canarias es una misa con timples y otros instrumentos locales, donde dan la paz con ustedes en vez de vosotros, y donde la belleza de las mujeres le hacen creer a uno en Dios. Y ahí redescubres un secreto de la vida: Podrás amar, pero no estás ciego. Podrás ser fiel, pero no dejar de soñar despierto. Supongo que es una maldición de los hombres. Yo, escarmentado en cabeza ajena, deseoso de ser hombre de una sola mujer, lo sabía bien. 


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