martes, 21 de octubre de 2014

A quien le duela el corazón le falta libertad

Con dieciocho, decidí huir. Hice el petate y me fuí.
- A donde vas? - Dijo mi padre
- A la VIDA - Le respondí, cerrando la puerta.

Había viajado ya por varios países buscándome a mi mismo, cuando lo único que ansiaba era la libertad. Una libertad de la que no podía disfrutar bajo la dictadura militar de la casa paterna.

El Estudio era pequeño, muy pequeño, pero muy acogedor. Como mis ingresos como militar no llegaban a gran cosa, conseguí cenar gratis todos los sábados invitando a mis amigos a cenar a casa. Ellos ponian la comida y la bebida, por supuesto. Era mi palacio: Un palacio del tiempo para dormir entre el cuartel y la universidad. Joven, atlético y con piso propio. Los jueves, viernes (y algún sábado) eran noches de besos y abrazos. La belleza es efímera, los momentos siempre me parecían eternos. Yo me enamoraba, o creía enamorarme. Una y otra vez. Ellas sólo buscaban divertirse, demasiado jóvenes para el amor, pero no para la pasión. Cuanto más bellas eran, menos duraba su belleza entre mis sábanas. Una veintena paso por el primer somier. Una treintena por el segundo. Una de ellas, tras unas horas, decidió que allí no había nada más que hacer, satisfecha con mis dotes lingüisticas,  y se fue. La madrugada acababa de comenzar. Llamé a mis amigos y envuelta en cerveza, otra apareció. No me dió tiempo ni de cambiar la ropa de cama. San Miguel, me llamaban.

A quien le duela el corazón le falta libertad. Libertad para amar, libertad para no ser preguntado de donde viene ni a donde va. Libertad para soñar despierto. Pero la libertad es responsabilidad, asumir que todo el mundo te va a hacer sufrir. Tan sólo has de aprender por quién merece la pena sufrir. Sufrimos cuando vemos a nuestros hijos que no encuentran las respuestas a las preguntas, pero merece la pena. Sufrimos cuando nos dicen que estamos equivocados, pero merece la pena. Sufrimos cuando nuestras parejas no nos entienden, pero merece la pena. Parece una tontería, pero no lo es. "Deja de enamorarte" dijo mi padre "lo vas a pasar mal".

Correcto.

Atlantic City es una ciudad de plástico donde los americanos de la costa este van a jugarse el dinero que no tienen. Yo me dedicaba a venderles souvenirs. Nunca tuve morriña cuando crucé por primera vez el atlántico y me pasé el verano allí. Me pareció una aventura. Lo fué. Y tenía libertad, aunque no tenía amor.

Si me hubieran dado a elegir, entre libertad y amor cuando joven, hubiera decidido fácilmente. Ahora ya no lo es tanto.

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