jueves, 30 de octubre de 2014

Café y Biblioteca

Biblioteca de Geografía e Historia

Tardes que se convertían en noches bajo el flexo. Cansado, buscando datos en libros antiguos. Aquel silencio tan sólo era interrumpido por un leve taconeo y unos cuchicheos que creaban una atmósfera mágica, sobre todo al levantar los ojos del papel durante un instante.

Mi padre me contó ese secreto a voces, que los hombres parecen ignorar: "Las mujeres quieren el amor y ser amadas tanto como nosotros, pero no son tan directas. El tacto con ellas es fundamental. No observes fijamente. Deja que ellas te miren primero: Las manos, los ojos, la sonrisa.

Manos, ojos, sonrisa.

Preguntas. Ella, deseosa, cuenta. Responder es inocente y no ha sacado el escudo: No ha hablado de que nadie la espere al salir. ¡Hagan juego señores! No. Silencio. Espera. Sonríe truhan. Quieto, agazapado en tu sitio. Sigue estudiando. Ella se levanta: "Voy a por un café, te vienes?". Responde pausadamente. "Claro".

"En la cafetería siempre barra, nunca mesa. El cuerpo y las expresiones de una mujer dicen quince veces más cosas que sus palabras. Obsérvala. Sonríe, hazla hablar: Que tarde en terminarse el café"

"Observa cada centímetro de su cuerpo:  Al principio cruza las piernas y pega la taza al pecho. Tiene cerrada la puerta. Deja que se explaye. Pregunta. No cuentes demasiado de te mismo nunca. Hazla reir. De pronto, ella quita el candado: Habla hacia tí echando el brazo que sujeta la taza a un lado. "Ha de ser duro, la verdad" comentas, a los esfuerzos diarios que ella relata.  En el estudio o en la vida, no hay nada como la empatía. Todo el mundo quiere ser comprendido. Cruza más veces la mirada, mirada furtiva  a los labios, las pupilas se le dilatan incluso con abundante luz. Cambia de pierna de apoyo, nerviosa.

"Y en ese momento, tu decides que camino seguir: Hacerla feliz o hacerte feliz. Pero te advierto que, si la haces feliz, ella te hará aún más feliz a tí. Aunque el camino no será fácil. Nunca lo es"

jueves, 23 de octubre de 2014

Felicidad

Tarifa

Atardecer soleado en un mes de octubre especialmente caluroso. La ciudad costera con pocos turistas, sólo algunos alemanes e ingleses despistados o que tienen allí su residencia permanente. Termino de degustar lo que parece un pastel de zanahorias en la Chilimosa. No soy muy dado a la comida vegetariana, pero este sitio me gusta, visita obligada cada vez que paso por Tarifa. El lugar es extremadamente pequeño y he tenido la suerte de conseguir una mesa de puro milagro. El Espectáculo, más que el castillo, lo dan los barcos, y desde ellos, el avistamiento de los cetáceos. A uno me dirijo yo, sólo, como un viaje que por unas horas desconecte mi memoria y abra los sentidos. 


Cuando los astilleros de Tánger comienzan a asomar a lo lejos comienza el espectáculo, que parece coordinado por un domador invisible: Primero son un grupo de Ballenas piloto. Luego algunos delfines listados. El motor del barco se para de repente y su silencio desaparece entre murmullos de algunos y asombros de otros. El plato fuerte se acerca. Una pareja de cazadores de atún rojo, poco interesados en el barco hasta que los murmullos se convierten en gritos. En ese momento giran y miran con curiosidad. 


Orcas. 


La voz del interfono, que se había limitado a emitir mensajes de advertencia y alguna pequeña descripción comienza su relato "las hembras viven el doble que los machos, llegando hasta los 90 años de edad" como seguramente soy el único español de todo el barco, soy el único que se percata de que el sueco que esta leyendo la nota en un español surrealista se ha equivocado de línea al comenzar la descripción. Poco importa. Lo importante está fuera del barco, ese ser inteligente, gigantesco, blanco y negro que nos mira con curiosidad. 


Al dar media vuelta, siento como si hubiera nadado durante horas. satisfecho y cansado, como si una mujer me hubiera utilizado como su juguete particular y yo hubiera aceptado serlo, esa luz, ese cruce de sensaciones es tan parecida que confunde mis sentidos. 


Supongo que a eso lo llaman felicidad. 

martes, 21 de octubre de 2014

A quien le duela el corazón le falta libertad

Con dieciocho, decidí huir. Hice el petate y me fuí.
- A donde vas? - Dijo mi padre
- A la VIDA - Le respondí, cerrando la puerta.

Había viajado ya por varios países buscándome a mi mismo, cuando lo único que ansiaba era la libertad. Una libertad de la que no podía disfrutar bajo la dictadura militar de la casa paterna.

El Estudio era pequeño, muy pequeño, pero muy acogedor. Como mis ingresos como militar no llegaban a gran cosa, conseguí cenar gratis todos los sábados invitando a mis amigos a cenar a casa. Ellos ponian la comida y la bebida, por supuesto. Era mi palacio: Un palacio del tiempo para dormir entre el cuartel y la universidad. Joven, atlético y con piso propio. Los jueves, viernes (y algún sábado) eran noches de besos y abrazos. La belleza es efímera, los momentos siempre me parecían eternos. Yo me enamoraba, o creía enamorarme. Una y otra vez. Ellas sólo buscaban divertirse, demasiado jóvenes para el amor, pero no para la pasión. Cuanto más bellas eran, menos duraba su belleza entre mis sábanas. Una veintena paso por el primer somier. Una treintena por el segundo. Una de ellas, tras unas horas, decidió que allí no había nada más que hacer, satisfecha con mis dotes lingüisticas,  y se fue. La madrugada acababa de comenzar. Llamé a mis amigos y envuelta en cerveza, otra apareció. No me dió tiempo ni de cambiar la ropa de cama. San Miguel, me llamaban.

A quien le duela el corazón le falta libertad. Libertad para amar, libertad para no ser preguntado de donde viene ni a donde va. Libertad para soñar despierto. Pero la libertad es responsabilidad, asumir que todo el mundo te va a hacer sufrir. Tan sólo has de aprender por quién merece la pena sufrir. Sufrimos cuando vemos a nuestros hijos que no encuentran las respuestas a las preguntas, pero merece la pena. Sufrimos cuando nos dicen que estamos equivocados, pero merece la pena. Sufrimos cuando nuestras parejas no nos entienden, pero merece la pena. Parece una tontería, pero no lo es. "Deja de enamorarte" dijo mi padre "lo vas a pasar mal".

Correcto.

Atlantic City es una ciudad de plástico donde los americanos de la costa este van a jugarse el dinero que no tienen. Yo me dedicaba a venderles souvenirs. Nunca tuve morriña cuando crucé por primera vez el atlántico y me pasé el verano allí. Me pareció una aventura. Lo fué. Y tenía libertad, aunque no tenía amor.

Si me hubieran dado a elegir, entre libertad y amor cuando joven, hubiera decidido fácilmente. Ahora ya no lo es tanto.

miércoles, 15 de octubre de 2014

#CuandoViajo

Cuando Viajo, soy yo mismo. 


Siempre recuerdo los sitios viajados por sus sabores. El Txikito en la 9th Ave. de Manhattan, el sabor de casa a miles de kilómetros. El Citron en Málaga, con el mejor Tabulé de toda la ciudad. La trattoria Don Giovanni cercana a la via del Pánico en Roma, enfrente del Castel Sant'Angelo, donde se degusta el mejor Spaghetti a la Vongole del mundo. El Café La Place en Marrakech, luminoso y juvenil, el grito de una ciudad con pretensión de modernidad. El Adolfo de Toledo, una ciudad que nunca me ha gustado, y de la que sólo disfruto entre platos, cuando he ido a sido a petición de una mujer, por supuesto. El Mirador del Thyssen en Madrid, con sabor nocturno, perfecto para seguir luego con un concierto de Jazz.  El Pintor de Barcelona, enfrente de la Plaza de la constitución, que ellos llaman de San Jaume, en el barrio judio y con dos plantas que me retrotraen a la Barcelona medieval, de calles estrechas y catedrales góticas. 

No ato las conversaciones a los sabores. Los sabores son casi siempre parecidos, las conversaciones varían demasiado. Soy capaz de notar cuando han cambiado de cocinero, cuando voy a mi Japonés favorito, Awantung, y el Sushi no sabe como debiera. Lo elabora el mismo dueño del restaurante, un chino que habla castellano con acento de Carabanchel. El se rié cuando le digo "Esto no lo has hecho tú". Se pone la mano en la cara "me has descubierto" me dice. 

Pero la conversación es una experiencia diferente, la cual vivo en otro plano aunque en el mismo instante. Intentaré explicarme despacio, trago a trago: Nunca he sido turista, siempre he sido viajero. Eso ha irritado a todas mis parejas, dado que soy muy dado a viajar a lugares verdaderamente inhóspitos y entablo conversación con lugareños, que son los que viven la verdad, no sólo la cuentan.. Las mejores conversaciones de mi vida las he vivido junto a una copa de vino bebida a pequeños sorbos. A pequeños sorbos avanza la conversación, y con la oscuridad de la noche aparecen las palabras perfectas, las profecías, las historias.  He invitado a vino de Jerez a un irlandés que insistía en invitarme a una pinta: Había tomado cerveza todos los días de su vida desde que legalmente pudo hacerlo, pero quedó fascinado con el sabor del vi no. "Seamos malos y bebamos vino" reza el dicho inglés. Al contrario: Al irlandés se le soltó la lengua aún más si cabe y comenzó a hablar de política y de religión en la ciudad menos indicada para hacerlo: Belfast. Encima resultó ser de la YMCA y llamó a varias amistades suyas a charlar conmigo. Todavía guardo aquella foto. Más joven, más delgado pero igual de imprudente. Cuando digo que me he calzado a un centenar de mozas, aproximadamente, incluyo las irlandesas, aunque tenga poco mérito, he de reconocerlo. No offense intended. Ellas, muy católicas, comprobaban previamente, si llevaba anillo. 

Recuerdo aquel viaje por trabajo a Munich, mi ciudad favorita de Europa Central. Aquel amanecer en pleno mes de diciembre en un Hotel cercano al Zoo. Le avisé a mi jefe que me iba, que teníamos una reunión a las 8.00 y que yo iba en metro. Mi jefe no había cogido un metro en su vida: Había nacido de pie, poco después le sentaron en un Mercedes y de ahí "no se había movío". Era inútil explicarle que en invierno, con medio metro de nieve, el metro resulta el medio de trasporte más rápido, pese a lo cual, el cogió un taxi. Entramos a la reunión a la hora convenida, sin él. A las 8.10 aporreaba nervioso la puerta de la sala de reuniones. Me llamó al móvil "Daniel, ábreme la puerta". El jefe de lógistica alemán se colocó sus gafas para mirarme: "No irá usted a abrirle la puerta!", grito enfadado. Y proseguimos la reunión. Mi jefe pretendía comer a mediodía y le convencí para ir mejor a un Biströ y cenar fuerte y pronto, tal como acostumbramos allí, en Broeding, en la Rotkreuz Platz. Regamos los platos del menú con un Paul Achs, un tinto austriaco exquisito. Los alemanes que nos acompañaban se fueron (jamás entenderán la sobremesa) y seguimos charlando, riéndonos la cultura hipotecaría española, por la cual si no estás hipotecado no eres persona, básicamente. Le expliqué que eso en esta parte de Europa es inconcebible, dado que se mueven mucho por trabajo, unas doce veces en toda su vida de media.

Perdido en Florencia por primera vez, La Buca San Giovanni fue mi punto de encuentro con una antigua amistad: Mi amigo Thomas, voluntario de Cáritas en Alemania durante tantos veranos de juventud. Es hijo de un diplómatico belga y una italiana de alta Alcurnia. Lo adoptaron del Perú. Nunca hablamos en un sólo idioma en la misma conversación. A veces, ni en la misma frase. El estaba más fondón, el matrimonio con una Napolitana parecía haberle sentado demasiado bien "Las napolitanas tienen los mejores culos del mundo hasta que paren" me solía decir. "Pocos culos has visto tú"-pensaba para mis adentros- Cortejamos a la misma mujer por equivocación, y resulta que era ella la que nos estaba cortejando, para luego dejarnos con dos palmos de narices. El se reía al recordarlo. Entre una buen plato de pasta y una copa y otra de Montepulciano recordamos veranos alemanes, madrugones a las 5 de la mañana para charlar y molestar a las chicas del Workcamp, desayunar a las 8 de la mañana y trabajar hasta que nos dolían los brazos. Las casas de los refugiados parecían imposibles de terminar, pese a llevarnos un mes adecentándolas, pero lo verdaderamente divertido del trabajo era volver al Gymnasium preparado para nuestro descanso y charlar sentados sobre la moqueta hasta la madrugada. "I've only loved once" me dijo. "¿Que solo has amado a once?" Le respondía yo en español. Y nos reíamos en cinco idiomas, porque no se rie uno igual en alemán que en italiano, créanme. 


El Aponiente -El segundo mejor restaurante de El Puerto de Santa Maria- tiene tanta austeridad por fuera como exquisitez por grupos por dentro: Te introducen en una sala donde el ruido lo pone la conversación de los comensales, que entre mis amistades es un bolero de Ravel: La misma melodia que poco a poco va subiendo, empezando con el Fino quinta y el placton. La Manzanilla y la tortilla de camarones. El tinto y el filete de atún marinado. Es como traer la playa a la mesa. Acabamos siempre a gritos, encontrando soluciones a todos los problemas del mundo. Alguien, de repente, llora: No ve a sus hijo desde no se cuando. El niño, adolescente, le llama a escondidas. El maldice, preso de la rabia y el dolor. "Tranquilo, Raúl" Le digo, señalando la figura de la Virgen de los Milagros de la pared -¡Ay esa tradición de orígen árabe del culto a la vírgenes negras!- "Dios nos juzga a todos, incluso a ella. Brindemos por su resurrección".