martes, 12 de marzo de 2024

El novelista del metro

Es media tarde y regreso de un domingo apacible con mi hijo, al que, emulando al gran Garcia Marquez he llevado a conocer el hielo. El pueblo sobre el que realizamos el recorrido, que termina en una dehesa con un famoso restaurante apenas sumaba un millar de almas cuando mi padre me llevo por primera vez, y ahora son siete mil, incluyendo una estación con un tren cremallera de la posguerra cuyos billetes hay que comprar con días de antelación porque se llenan en épocas de nieve. El truco de los lugareños, de los madrileños que no existimos -nadie es de Madrid pero todos lo somos- Es no subir a la frontera con Castilla, cuyo cupo máximo es de diez mil personas y como si fuera la playa de Poniente en un Benidorm cualquiera de agosto, se pone impracticable, y quedarse en la plataforma. Mi hijo al principio asustado ha tratado de comerse los copos que caían y -como si hubiera vivido en Laponia toda la vida- se tiró al suelo moviendo los brazos, dejándose llevar por las rachas de tiempo de dirección variable, los mini torbellinos y los vientos huracanados. Ha esquivado con estilo los trineos que caían a toda velocidad con dos niños o tres ladera abajo mientras la guardia civil hacía caso omiso de la superación de velocidad máxima en poblado de tales artefactos y se convertían en aparcacoches improvisados de algun urbanita al que el día que fue a comprar el coche no le enseñaron la diferencia entre un todo camino y un todo terreno y no consigue sacar el vehículo del aparcamiento. Veo que es un sargento algo mayor, me cuadro y le pregunto que tal el servicio. Me dice que no me confíe, que esos niños no son sino bárbaros con gorritos de colores que atacan con bolas de nieve sin previo aviso y realizan emboscadas que ni la legión. Agradezco la advertencia, taconazo y al restaurante, que el chuletón de Ávila no se come solo ¡Vive Dios! Ya después si eso seguimos con la nieve después del postre y el café. Lo dicho, volvíamos de un domingo con el niño exhausto, dormido bajo los rayos de luz del atardecer y el traqueteo del tren, cruzando los dominios del coto de caza de su majestad el rey por el único camino que lo parte en dos y que jamás conocerá la prometida autopista paralela que cerraría la M-40 por el noroeste porque vaya usted a saber por qué y de repente aparece un señor con un montón de libritos en la mano. Se identifica a voces como escritor y peruano, vendiendo su libro a dos Euros. Me emociona como describe la historia de su vida -que es la del libro- y le doy tres Euros por falta de cambio. Emocionado, me pregunta el nombre y me lo dedica. Sigue su camino y en el trayecto vende una decena de libros, aunque nadie le da dos Euros: Tiene la mirada limpia, y los que creen en si mismos siempre reciben más de lo que dan. Queda media hora de trayecto y me engancho a su historia, que es la de tantos otros que huyen de la miseria. Vuelvo a leer la dedicatoria: "Hugo Mandamiento, Fe que tendrás éxito"

2 comentarios:

  1. Menuda historia tan mágica por lo sencilla y verídica, ahí recoges como un notario la vida misma; ese momento de la vida de tu hijo que ya se está convirtiendo en un hombretón, esquivando con estilo los trineos. Ese con estilo dice mucho de él y del cariño con que lo miras. Un abrazo (Hugo Mandamiento, un acierto de nombre)

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