Levanté la vista y allí estabas: Con tus piernas infinitas, tu sonrisa bobalicona, buscándome por toda la calle, pasando por delante varias veces sin verme. Levantaste el brazo sin soltar el bolso, y el asombro de tu sonrisa iluminó el atardecer. Nos interrumpíamos al hablar, no dejabas terminar mi relato y preguntabas sin parar, descolocándome a cada instante, como si fuera un juego. Un juego en el que, sin duda, ibas ganando. Y cada vez que lo hacías tenía más y más ganas de abrazarte, como dos personas íntimas que no se hubieran visto en mucho tiempo. Y sin embargo, era la primera vez que te veía. O quizás te conocía desde siempre. Todo dio igual cuando rocé tus dedos, cuando apreté tu mano, cuando pude admirar tu cuerpo de cerca. "¡Es medianoche!" exclamaste asustada. Entonces creí que el hechizo se iba a desvanecer, que eras Cenicienta con tacones, y te apreté la mano con firmeza, como si hubiera vuelto a la adolescencia. luego el abrazo interminable de despedida, con esa sensación de alegría, de saber que todo sucede por alguna razón, y que nos íbamos a reír mucho en un futuro inmediato, porque puede que nos conociéramos desde siempre, pero estábamos destinados a encontrarnos en ese el momento exacto de nuestras vidas, como si conocernos estuviera en una antigua lista de deseos.
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