martes, 20 de septiembre de 2016

Desdicha en el Prado



Odiamos a los ancianos porque somos nosotros sin vida por recorrer. Odiamos a los pobres porque somos nosotros sin ilusiones. Rechazamos todo aquello que nos recuerde nuestra mortalidad, aquello que puede arrebatarnos nuestros sueños. Los celos son básicamente eso, nosotros sin la persona amada, y lo que más duele, la persona amada con otro que no somos nosotros. 

Existen varias puertas de acceso al Museo del Prado. Al sur, por donde suelen entrar los grupos y enfrente de otra maravilla de Madrid, el Jardín Botánico, se encuentra la Puerta de Murillo. Es de acceso restringido pero bulliciosa, y por donde los lunes, con el museo cerrado, entran las celebridades. La entrada Oeste es Velazquez, presidida por una Estatua del gran pintor. En el norte del Museo se encuentra la Puerta de Goya, subiendo una escalinata y la Puerta de los Jerónimos, diseñada por el premio pritzker Moneo y que resulta ser la entrada más común para todos los visitantes. Ella cada día salía por un lugar diferente, pero cuando quedábamos yo siempre la esperaba en el mismo sitio, en la entrada de Jerónimos, entre japoneses de mediana edad y ancianos alemanes. Sentado en el césped, a la sombra de un árbol, mientras escuchaba al guitarrista de turno tocando por enésima vez el concierto de Aranjuez, cambiando a veces a Joaquin Rodrigo por Turina. Música en todo caso reconocible por el gran público. Es un gran lugar para leer, pues al hacer una pausa y levantar la vista te ves rodeado de cientos personas que inspiran, y la tinta del libro contrasta con la luz del Sol, esa luz que enamora a todo aquel que visita España. Al verla salir, a lo lejos, y tras el intercambio de sonrisas, cerraba el libro y paseábamos. Era la definición de una tarde perfecta. Hasta que ella un día salió por otra puerta, sin saber que yo me encontraba allí, que pretendía sorprenderla. De hecho no me vió hasta pasados unos minutos, mientras abrazaba y besaba a un chico flacucho, bajito y pelirrojo. Después de varios besos abrió los ojos y se asustó al verme. Yo me dí media vuelta y me fuí. No fue como en las películas. No le rompí la cara al enano. Ella no fue corriendo detrás mía negando la evidencia. Yo no miré hacia atrás. Horas después, el teléfono comenzó a sonar. Quité el sonido. Dos horas después, tenía 28 llamadas perdidas, que no contesté. Al día siguiente pedí una semana de vacaciones y me encaminé hacia el Aeropuerto. Tomé el primer vuelo internacional que salió, que resultó ser hacia Creta. Grecia es un lugar maravilloso para huir en septiembre. Llegué sin reserva y me quedé en el primer hotel de cinco estrellas que me encontré. Había apagado el móvil, y, al encenderlo, tenía otras 28 llamadas perdidas. Desnudo, tumbado mientras el Sol desaparecía en el horizonte. Horas después desperté, en mitad de la noche, y volví al hotel, mareado. El móvil había registrado otras 28 llamadas perdidas, y registraría otras 28 cada día durante mi semana de estancia. Al volver y abrir el buzón de mi casa me encontré un sobre cerrado con mi nombre. Dentro se hallaba su certificado de defunción. Lloré amargamente en el rellano de la escalera, sin comprender. Y es que rechazamos todo aquello que nos recuerde nuestra mortalidad, aquello que puede arrebatarnos nuestros sueños. Y la muerte es esencialmente un nosotros sin nosotros. 


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