De repente, nos dieron un topetazo por detrás. Así, sin más. Mi padre miró por el retrovisor sin entender nada. A mi se me erizaron todos los pelos del cuerpo, presentí el peligro. Empezó, pero no llego a terminar la frase "¿Qué cojones?" En un segundo el conductor de atrás había salido del coche, había roto el cristal y le estaba agarrando por el cuello. Mientras mi padre se ahogaba y dirigía su mirada unos instantes hacia mí, yo con mis seis años le miraba asustado y triste. Grité algo ininteligible. De alguna manera, consiguió zafarse, golpeó la puerta para salir y comenzó a darle puñetazos en la caja torácica a los que el agresor no reaccionaba, porque tenía más droga encima que sangre. La policía que estaba cercana al Tribunal de Cuentas ya había dado el aviso y aparecieron dos Talbot Horizon, separando a mi padre y al agresor. Hicieron falta varios agentes para sujetar al individuo, que debía medir metro noventa, pesar más de 100 kg. y solo gruñía. Acabamos en comisaria, yo sentado en la entrada mientras tomaban declaración a todos. Una agente me trajo un chocolate caliente, me preguntó que como estaba, me dijo que mi padre había sido muy valiente. Mi padre ya había sacado la identificación y el oficial del puesto se había puesto, valga la redundancia, a sus órdenes. Era un España distinta, donde la palabra parecía aún tener algo de valor. Sobre todo porque todos los testigos más o menos relataron lo mismo. El Oficial del puesto se rascó la cabeza y el bigote y mandó llamar a otro agente mientras mi padre seguía declarando.
-..Sino respondo, me mata- termino de relatar mi padre.
- Soluciónalo rapidito compañero, que quiero llegar a casa a comer- dijo el Oficial.
- A sus órdenes.
De lejos se escucharon los chillidos del individuo mientras salíamos, y no era sólo porque se le estaba pasando la medicación.