La complejidad del alma de las mujeres es algo que sólo se descubre en la edad adulta. Mientras somos niños sabemos, intuimos que son distintas a nosotros, que por esas cabezas discurren ideas muy distintas, pero no llegamos a comprender la complejidad de sus personalidades hasta que hacemos el amor por primera vez. Es en ese momento cuando nos damos cuenta que las mujeres son las que dominan el mundo haciéndonos creer que somos los hombres los que lo dominamos. Que son ellas y sus cuerpos desnudos las dueñas y señoras. Perdí mi virginidad con miedo, sin saber siquiera que iba a suceder, diría que incluso con dolor y angustia. Yo era un adolescente que había crecido demasiado, que me enamoraba siempre de quien no debía, y ella era una de las monitoras de aquella convivencia en la Sierra, en aquella residencia de monjas gigante que cedían a grupos parroquiales para retiros espirituales o para grupos de confirmación, como era nuestro caso. Sé que estábamos cuarenta y ocho personas en ese edificio aquella noche. Sé que tres de nosotros éramos hombres (uno de ellos era el párroco, que debía de estar más experimentado en controlar los placeres de la carne que nosotros dos) y que se nos hizo de noche hablando en varios grupos bajo el crujir de las maderas en la chimenea, en una atmósfera de luz tenue y Enya de fondo, como si nuestras conversaciones fueran una confesión o un ejercicio espiritual continuo. De alguna manera acabamos solos en su habitación de madrugada, que compartía con otra monitora. Ella sabía lo que quería hacer y lo hizo con la sabiduría natural de quien ha repetido el mismo acto un centenar de veces: Me puso el preservativo, se puso a horcajadas encima mío, me dijo todo lo que tenía que hacer como si fuera una receta de pollo al chilindrón y cuando llegó al climax se retiró, se metió entre las sábanas y me pidió que me fuera. La última imagen antes de salir fue ver como tiraba el condón atado a la papelera, metáfora del sexo que acabábamos de tener. Me fuí a dormir envuelto en la tristeza postcoital (omne animal triste post coitum) y horas después me despertaron sobresaltados mis compañeros de habitación, pues la noticia había corrido -y nunca mejor dicho- por toda la casa: Algunos decían haber visto el preservativo, otros hablaban de si era delito al ser ella mayor de edad, otros comentaban el tamaño y la forma de los genitales respectivos entre risas. A la mañana siguiente, tras el desayuno, el parroco me llamó aparte y me preguntó sin preguntarme. Yo relaté los hechos angustiado y en confesión, y aunque no dije nombres el Pater debía saber algo, porque ese día ya no volvimos a ver a la chiquilla, aunque varios años después supimos que se había casado virgen con un oficial (así nos lo relataron) y que iba ya por el cuarto retoño. Es la magia de la fe y la inteligencia de las mujeres, que pueden hacer creer a los hombres cualquier cosa. El parroco ante esto se limitó a repetir el eclesiástico: "Cualquier maldad, pero no maldad de mujer".
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