Al principio íbamos sólo por conciertos: Alguna banda ochentera en horas bajas y nuevas promesas del barrio. Pero pronto comenzamos a pisar el Chester con cualquier pretexto: Nos dimos cuenta de que era el lugar ideal para ligar con las chicas de las Universidades Privadas aledañas. Chicas maquilladas, que vestían bien y olían mejor. Chicas de colegios de monjas.
Mi técnica preferida era la que yo llamaba "Le Grand Tour". En los albores del turismo, las clases pudientes realizaban tours turísticos por las principales capitales europeas -París, Londres, Roma- como signo de distinción. Pues bien, no había una chica en aquella sala que no adorara una de estas urbes. Hablaban de Londres como si les perteneciera. Se creían alternativas por comprar en el mercadillo de Camden Town y creían entender de arte por haber visitado la National Art Gallery.
La realidad era, sin embargo, mucho más burda: La mayoría de ellas había visitado la ciudad durante un fin de semana largo, con amigas, entrando y saliendo de los clubs en busca de ingleses con los que hacer cosas que no hacían con sus novios, pues querían llegar vírgenes al matrimonio. Los novios solían ser aburridos compañeros de clase, que hacían exactamente lo mismo que sus novias, pero pagando. Tras una cita de cine y cena - y el correspondiente calentón - visitaban algún club privado a las afueras de la ciudad para aliviarse. La variante a estas actitudes solía ser el arte del pañuelo, enseñado de madres de alta sociedad a sus hijas: Limpiar el sable de su amado en zonas oscuras ayudados por la pobre iluminación de la sala de cine, vehículo a motor o portal/descansillo. Algunas pedían incluso el pañuelo de vuelta, para comprobar que no había que lamentar polinización. Esto al principio me desconcertaba, pero luego me acostumbré. Era una forma distinta de disfrutar del cine, y ellas me decían que hacían lo mismo con sus novios. Además, por orden materna también, tenían que comprobar el hidráulico, pues al parecer había muchos hombres que utilizaban en matrimonio como tapadera y luego eran incapaces de engendrar por motivos obvios. Demasiado amor de madre, según decían. La homosexualidad en las universidades privadas al parecer no existía. Ni siquiera cuando todos sabían que algunas amigas eran algo más que amigas. A mi esto me hacía recordar la frase de un poeta griego: "Ella le cogió de la mano, y entonces supo que era amor".
Tras acabar la universidad tenían la obligación no escrita de casarse y tener muchos hijos. Para evitarlo, y mantener su libertad (y, en algunos casos, preferencias sexuales) muchas de ellas aceptaban ofertas laborales en cualquier parte del mundo, a no menos de dos mil kilómetros de distancia de la casa de mamá y papá. Eso garantizaba que sólo recibían una serie de consejos y recomendaciones una vez por semana y que acababan en el justo instante de colgar el teléfono. Se ahorraban el periódico de los domingos, el ir a misa y la paella y lo cambiaban por hacer el amor por la mañana, cuyo poder curativo contra la resaca era innegable.
La realidad era, sin embargo, mucho más burda: La mayoría de ellas había visitado la ciudad durante un fin de semana largo, con amigas, entrando y saliendo de los clubs en busca de ingleses con los que hacer cosas que no hacían con sus novios, pues querían llegar vírgenes al matrimonio. Los novios solían ser aburridos compañeros de clase, que hacían exactamente lo mismo que sus novias, pero pagando. Tras una cita de cine y cena - y el correspondiente calentón - visitaban algún club privado a las afueras de la ciudad para aliviarse. La variante a estas actitudes solía ser el arte del pañuelo, enseñado de madres de alta sociedad a sus hijas: Limpiar el sable de su amado en zonas oscuras ayudados por la pobre iluminación de la sala de cine, vehículo a motor o portal/descansillo. Algunas pedían incluso el pañuelo de vuelta, para comprobar que no había que lamentar polinización. Esto al principio me desconcertaba, pero luego me acostumbré. Era una forma distinta de disfrutar del cine, y ellas me decían que hacían lo mismo con sus novios. Además, por orden materna también, tenían que comprobar el hidráulico, pues al parecer había muchos hombres que utilizaban en matrimonio como tapadera y luego eran incapaces de engendrar por motivos obvios. Demasiado amor de madre, según decían. La homosexualidad en las universidades privadas al parecer no existía. Ni siquiera cuando todos sabían que algunas amigas eran algo más que amigas. A mi esto me hacía recordar la frase de un poeta griego: "Ella le cogió de la mano, y entonces supo que era amor".
Tras acabar la universidad tenían la obligación no escrita de casarse y tener muchos hijos. Para evitarlo, y mantener su libertad (y, en algunos casos, preferencias sexuales) muchas de ellas aceptaban ofertas laborales en cualquier parte del mundo, a no menos de dos mil kilómetros de distancia de la casa de mamá y papá. Eso garantizaba que sólo recibían una serie de consejos y recomendaciones una vez por semana y que acababan en el justo instante de colgar el teléfono. Se ahorraban el periódico de los domingos, el ir a misa y la paella y lo cambiaban por hacer el amor por la mañana, cuyo poder curativo contra la resaca era innegable.