Podría haber sucedido al verte entrar por la puerta de la cantina. Sonreíste con mirada cómplice, sabedora de que nos conocíamos, pero pasé de la alegría a la tristeza en un segundo: Ibas acompañada de otro parroquiano. Otro habitual, conocido mío, de los de arreglar el mundo entre copas de vino. Pronunció mi nombre, y le saludé. Yo no recordaba el suyo, más por despiste que por desinterés. Desde ese momento fijaste la vista en él, entre copa y copa, como si yo no existiera. Terminé mi vaso y me encaminé hacia la salida, cuando el me puso la mano en el hombro. "Tomaos otra, amigo mío, invito yo" me dijo. Insensato. Estúpido. Maldito. Ella estuvo entre mis brazos. Seguro que lo sabes. Le desafié con la mirada y desde mi altura -el no era muy alto, me llegaba al pecho- mientras seguía sonriendo amablemente. No era consciente de la situación. Oh Dios Santo. Que injusto es este mundo. Y que hombre más bobo.
Y justo en ese instante, giraste la cabeza para fijar tu mirada en mí. Divertida, encantada de aquella disputa sin disputa, coqueteando con las pestañas, como obligando a mi mente a recordar nuestro amor bajo las sábanas. Y a fe que lo conseguiste. Cualquier venganza, pero no venganza de enemigos. Cualquier maldad, pero no maldad de mujer. Tu mirada me atravesó e hirió, hasta querer desplomarme.
Y volviste a mirarle, consciente, feliz incluso, del dolor infligido, como si hubieras cometido alguna pueril travesura que mereciera ser castigada. Yo tan sólo quería abandonar la estancia. Olvidar la imagen de tus labios. Olvidarte. Pero resulta difícil curar las heridas del amor: Suelen clavarse en el quinto espacio intercostal, y al extraerlas a menudo el corazón deja de latir, peligrando la propia vida.
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