Podría haber sucedido al verte entrar por la puerta de la cantina. Sonreíste con mirada cómplice, sabedora de que nos conocíamos, pero pasé de la alegría a la tristeza en un segundo: Ibas acompañada de otro parroquiano. Otro habitual, conocido mío, de los de arreglar el mundo entre copas de vino. Pronunció mi nombre, y le saludé. Yo no recordaba el suyo, más por despiste que por desinterés. Desde ese momento fijaste la vista en él, entre copa y copa, como si yo no existiera. Terminé mi vaso y me encaminé hacia la salida, cuando el me puso la mano en el hombro. "Tomaos otra, amigo mío, invito yo" me dijo. Insensato. Estúpido. Maldito. Ella estuvo entre mis brazos. Seguro que lo sabes. Le desafié con la mirada y desde mi altura -el no era muy alto, me llegaba al pecho- mientras seguía sonriendo amablemente. No era consciente de la situación. Oh Dios Santo. Que injusto es este mundo. Y que hombre más bobo.
Y justo en ese instante, giraste la cabeza para fijar tu mirada en mí. Divertida, encantada de aquella disputa sin disputa, coqueteando con las pestañas, como obligando a mi mente a recordar nuestro amor bajo las sábanas. Y a fe que lo conseguiste. Cualquier venganza, pero no venganza de enemigos. Cualquier maldad, pero no maldad de mujer. Tu mirada me atravesó e hirió, hasta querer desplomarme.
Y volviste a mirarle, consciente, feliz incluso, del dolor infligido, como si hubieras cometido alguna pueril travesura que mereciera ser castigada. Yo tan sólo quería abandonar la estancia. Olvidar la imagen de tus labios. Olvidarte. Pero resulta difícil curar las heridas del amor: Suelen clavarse en el quinto espacio intercostal, y al extraerlas a menudo el corazón deja de latir, peligrando la propia vida.
Continué en barco hasta Tiro. Allí debía buscar un contacto de la congregación cristiana de Pablo de Tarso. Milites Christi, nos había llamado el papa Gregorio VII. La madre que lo parió. Se nota que el Santo Padre no se dió una vuelta por Tierra Santa. Decían que la ciudad se asemejaba a Cádiz por su forma, gentes y modo de vida. Podría ser. El puerto esta abarrotado por miles de personas con una visible prisa que iban de un lado para otro, cargadas con todo tipo de objetos. Voces en distintos idiomas, músicos con instrumentos que producían sonidos estridentes y nadie esperándome en puerto.
O eso pensaba yo.
Apenas avancé treinta pasos por la vía principal de la ciudad esquivando puestos, comerciantes y olores a especias antes de que me pusieran la mano en el hombro. "Non nobis Domine" dijo una voz femenina. "Non nobis Domine, sed nomine tua gloriam" respondí yo. "Quo vadis?" continuó. Me giré con la intención de decirle que no tenía ni idea de adonde me dirigía, pero seguro que ella sí. Y en aquel momento la fe volvió a mí, con tan sólo mirarla a los ojos, creadores de recuerdos imborrables.
Dejando a un lado su belleza, descubrí en su vestimenta el distintivo de la Orden de los caballeros del templo de Salomón, y el águila del Sacro Imperio Germánico. Los Allemanen estaban de nuestro lado. Que alegría. Le expliqué el nombre de mi contacto se llamaba -como no- Pablo. Para mi sorpresa, el barco comercial hacía el trayecto Tiro - San Juan de Acre de manera más o menos regular, así que mi llegada resultó ser de lo más previsible. La seguí a través de calles estrechas y olores no tan agradables mientras me explicaba -siempre mirando al frente- sus años de amistad con Pablo, cuyo intelecto al parecer iba a la par con su introversión. Me abrieron la puerta de la congregación. Me asombró encontrar una Caput Draconis en la entrada, pareciome un elemento decorativo demasiado pagano y me quedé ensimismado mirándolo. Sólo había oido leyendas, nunca había visto un cráneo tan de cerca.
"Pablo te recibirá ahora" dijo, desapareciendo por un pasillo. Y al hacerlo, descubrí que me había enamorado de ella, de su mirada, de la dulzura de sus palabras. Sus finas facciones eran la razón por la que la palabra hermosura fue inventada. En aquel momento olvidé por completo mi misión, la guerra, las cicatrices de mi cuerpo, la razón por la que estaba allí. Tan sólo rememoraba nuestro encuentro una y otra vez, como imbuido por el mundo de los sueños. Tan de felicidad me colmó y tan absorto estaba en mis pensamientos que no noté que tenía a alguien detrás hasta que la punta de su espada presionó mi espalda.