En uno de los mejores veranos de mi vida, dispuse de 3 meses para hacer lo que quisiera. La libertad es felicidad.
Y estaba ella.
Ella se mantenía ausente seis días por semana, y su día de descanso era mi día de placer. Llamaba a mi puerta con golpes suaves y comenzaba un ritual que se repitió durante semanas y meses: Traía el desayuno y la pasión hacía el resto. Entre acto y acto recalentaba el café. Nunca me pregunto que éramos ni hacia donde iba nuestra relación. Que relación. Un día a la semana su cuerpo se fusionaba con el mío en una armonía perfecta, sin hablar de si misma demasiado, sin dar detalles. "Eres amor" musitaba entre caricias. "No se que significa eso" respondía yo.
Por supuesto que lo sabía.
El verdadero amor puede causar congoja por ausencia, pero no dolor. El verdadero amor se disfruta
en pequeñas dosis, en momentos breves e irrepetibles. Y yo tenía la capacidad de reproducir ese efecto y de amar con esa libertad. No todo el mundo puede -pero esto lo descubrí más tarde- La mayoría siente el amor como una exigencia, como algo que le corresponde por derecho, como quien firma un contrato. Ella no hacia desayunos, los traía y antes del siguiente desayuno había desaparecido de mi lecho. Nunca pregunté hacia donde iba ni porque no quería compartir conmigo
dos desayunos seguidos, por miedo a que la magia se rompiera.
Podría ser egoísta. Podría decir que ella ponía las reglas del juego y que yo era una simple ficha en un tablero imaginario. No. Ella buscaba mi amor sin condiciones y yo sin condiciones se lo entregaba. Que difícil es eso, constaté años más tarde.
Comenzó su último año de Universidad, y -rompiendo las mismas reglas que ella misma había impuesto- Me invitó a desayunar en la cafetería de la facultad. Apareció sonriente, con bata blanca y gafas. Le devolví la sonrisa, pero no pasé de ahí.
Ella, con ese simple gesto, comenzó la normalidad que destruyó todo: Hice preguntas abiertas y ella respondió dándome explicaciones de su vida. Explicaciones largas y cargadas de detalles innecesarios y poco interesantes, que nada tenían que ver con el amor. De repente, me di cuenta que estaba hablando con una completa desconocida y que aquella conversación no me interesaba en absoluto. De toda su plática, sólo fui capaz de captar que al día siguiente se iba a Toledo a casa de sus padres. Probablemente volvió de aquel corto viaje, pero no la volví a ver.
Ella no quiso contactar, consciente quizás de que la magia había durado un verano. Un verano en pequeñas dosis de 8 horas una vez por semana. Y sin darme cuenta, nos habíamos curado los dos del amor mutuo.
Había que buscar otro amor, y otro trata-miento. Porque soy amor.