lunes, 20 de junio de 2022

Amor inmortal





Que poco valoramos los recuerdos de la infancia, pese a lo mucho que marca nuestra existencia. Yo puedo saber instantáneamente si me encuentro en el Mediterraneo, el Atlántico o el Cantábrico por el olor a salitre. Puede resultar una función poco útil, pero cuando de niño has tenido un padre que gustaba de conducir de noche en verano motivado por la ausencia de aire acondicionado en el automóvil, desconociendo destino y por toda la península ibérica, los viajes suponían una sorpresa. Quizás esa ausencia de información generaba ese escalofrío de incertidumbre donde se esconde la felicidad de los niños.  Entiendo ahora, que soy padre, que la mirada de tu hijo -mezcla de asombro y felicidad- es algo que no se paga con todo el oro del mundo. Despertar con la luz del sol y el ruido de las gaviotas de fondo, admirando a quien te hace descubrir el mundo, tampoco. Ese dormir tumbado en el asiento de atrás sin cinturones que nos agarraran a la vida, intentando calcular el rumbo por las horas transcurridas, la posición del sol, los frenazos en algún puerto de montaña, el pitido de los oídos. Abrir los ojos y mirar la pastelería  el Cafewien de Javea, fundada por un austriaco que se enamoró de Alicante. Décadas después sigue allí, con muchos menos niños y muchos más ingleses jubilados, de carnes rollizas y rojos como tomates. 

- Estamos en Javea - Musité, frotándome los ojos. 
- Correcto, y sé lo que vamos a desayunar. 
- Sachertorte. 

Probé la Tarta Sacher antes en Alicante que en Austria, aunque no mucho después, y al igual que su arroz siempre será mejor, porque los sabores nos trasportan a donde se graban los recuerdos, y allí permanecen  en nuestra memoria a través de las personas que amamos, convirtiéndolas en inmortales.