Era un mediodía perfecto, una terraza ideal, un Martini en la mano. Pronunciaste mi nombre y dijiste "Te quiero mucho, cariño" mientras sujetabas mi mano, mientras soñaba despierto, mientras yo me hacía el duro y parecía leer el periódico, como evitando tus cariños, activando mis defensas. Había algo que me cegaba más que la luz del Sol: Tu belleza mayúscula, que me impedía respirar. Con todas mis fuerzas intenté no enamorarme de tí. El verano, tras varios días haciéndote el amor, estaba llegando a su perfección y entré en pánico. Besarte era estar al borde de un acantilado. No puedes dejar de mirar al fondo, pero la adrenalina recorre todo tu cuerpo y sientes la cercanía de la muerte. Cada palabra que salía de tus labios, por muy cariñosa que resultara, me lo recordaba. Tras una discusión ridícula me senté en el sofá y me contraje. "No quiero saber nada más de tí. Eres demasiado guapa, demasiado lista, ¿Por qué estás conmigo?" Y sentí la dualidad de sentimientos: Deseaba tus labios, consciente de que tenía que huir, porque me destrozarías tarde o temprano, quizás sin quererlo, pero todo el mundo hace daño alguna vez. ¿Recuerdas? Dijiste que querías llenar la casa de niños. Previsora, compraste una con cuatro dormitorios. "Que locura que una mujer tan hermosa, camino de los cuarenta, queriendo tener hijos, no los haya tenido ya" pensé. Y de repente me ví con cuatro hijos en esa casa infinita. Y volví a tener tu belleza en mi retina. Y me replegué en el sofá de la suite como un acordeón. Cerré los ojos queriendo que, al volver a abrirlos, hubieras desaparecido. Pero saliste del dormitorio enfadada, exigiendo que volviera a la cama. "No te merezco, déjame en paz, soy feo y tu eres demasiado hermosa, demasiado inteligente para mí" repetí. "Pero que dices, es mentira, venga, sal de ahí, vamos a la cama, hazme el amor" y tu naturalidad al decirlo, tus formas y tono, me confundieron de tal manera que terminé haciéndote caso por inercia, aunque no en todo, pues quien llevó las riendas y manejó los tiempos fuiste tú, casi como siempre. Y yo sólo quería estar donde tu estuvieras. Y a la vez quería huir para que no me hicieras daño. Y es esta sensación horrible la que me impedía respirar, la que me provocaba una ansiedad indescriptible. El climax no me calmó, tan sólo aplazó mi decisión, agotado por las sensaciones que en mí provocabas. Y por la mañana, mientras tu multiplicabas tu belleza en el baño, yo lloraba amargamente, mientras mi corazón se congelaba y escuchaba canciones destructivas. Y días después, cuando todo acabó, también lloré durante horas, consciente de que tuve una princesa entre mis brazos, que quería que viviera con ella en un castillo de perfección, y yo, asustado, preferí abandonar la fantasía, pues sus caricias y sus besos atormentaban mi alma de tal manera que eligiría la muerte antes que seguir viviendo con tal angustia. Porque, al igual que mi amor por ella no desaparecía, el dolor tampoco. Quizás si hubieras intentado entenderme, quizás si hubiera intentado entenderte, no tendría la condena en mi corazón de echarte de menos.
Relatos de ficción "Captar en lo que se ha escrito es síntoma de lo que se ha callado" (Nietzsche)
jueves, 28 de abril de 2016
Fuiste demasiado para mi débil corazón
Era un mediodía perfecto, una terraza ideal, un Martini en la mano. Pronunciaste mi nombre y dijiste "Te quiero mucho, cariño" mientras sujetabas mi mano, mientras soñaba despierto, mientras yo me hacía el duro y parecía leer el periódico, como evitando tus cariños, activando mis defensas. Había algo que me cegaba más que la luz del Sol: Tu belleza mayúscula, que me impedía respirar. Con todas mis fuerzas intenté no enamorarme de tí. El verano, tras varios días haciéndote el amor, estaba llegando a su perfección y entré en pánico. Besarte era estar al borde de un acantilado. No puedes dejar de mirar al fondo, pero la adrenalina recorre todo tu cuerpo y sientes la cercanía de la muerte. Cada palabra que salía de tus labios, por muy cariñosa que resultara, me lo recordaba. Tras una discusión ridícula me senté en el sofá y me contraje. "No quiero saber nada más de tí. Eres demasiado guapa, demasiado lista, ¿Por qué estás conmigo?" Y sentí la dualidad de sentimientos: Deseaba tus labios, consciente de que tenía que huir, porque me destrozarías tarde o temprano, quizás sin quererlo, pero todo el mundo hace daño alguna vez. ¿Recuerdas? Dijiste que querías llenar la casa de niños. Previsora, compraste una con cuatro dormitorios. "Que locura que una mujer tan hermosa, camino de los cuarenta, queriendo tener hijos, no los haya tenido ya" pensé. Y de repente me ví con cuatro hijos en esa casa infinita. Y volví a tener tu belleza en mi retina. Y me replegué en el sofá de la suite como un acordeón. Cerré los ojos queriendo que, al volver a abrirlos, hubieras desaparecido. Pero saliste del dormitorio enfadada, exigiendo que volviera a la cama. "No te merezco, déjame en paz, soy feo y tu eres demasiado hermosa, demasiado inteligente para mí" repetí. "Pero que dices, es mentira, venga, sal de ahí, vamos a la cama, hazme el amor" y tu naturalidad al decirlo, tus formas y tono, me confundieron de tal manera que terminé haciéndote caso por inercia, aunque no en todo, pues quien llevó las riendas y manejó los tiempos fuiste tú, casi como siempre. Y yo sólo quería estar donde tu estuvieras. Y a la vez quería huir para que no me hicieras daño. Y es esta sensación horrible la que me impedía respirar, la que me provocaba una ansiedad indescriptible. El climax no me calmó, tan sólo aplazó mi decisión, agotado por las sensaciones que en mí provocabas. Y por la mañana, mientras tu multiplicabas tu belleza en el baño, yo lloraba amargamente, mientras mi corazón se congelaba y escuchaba canciones destructivas. Y días después, cuando todo acabó, también lloré durante horas, consciente de que tuve una princesa entre mis brazos, que quería que viviera con ella en un castillo de perfección, y yo, asustado, preferí abandonar la fantasía, pues sus caricias y sus besos atormentaban mi alma de tal manera que eligiría la muerte antes que seguir viviendo con tal angustia. Porque, al igual que mi amor por ella no desaparecía, el dolor tampoco. Quizás si hubieras intentado entenderme, quizás si hubiera intentado entenderte, no tendría la condena en mi corazón de echarte de menos.
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