Me pidió que depositase sus cenizas en aquella playa, y cumplí su deseo. El motivo, secreto o no, era que allí había amado por primera vez. Allí había sentido su fuerza, allí los sentimientos habían aflorado en su corazón, aunque luego se volvería de piedra tras descubrir el egoísmo propio de los seres humanos, el que nos sirve para sobrevivir y, a la vez, rompe corazones. No sabía besar a una mujer y, asustado, descubrió como aquella rubia americana de penetrantes ojos azules intentaba introducir la lengua en su boca una y otra vez, hasta que el comprendió el mecanismo y accedió. Fue elegido tras un cruce de miradas bajo la atenta luz de la luna, mientras el buscaba bivalvos bajo la arena de la orilla y ella, recién llegada, descubría la bahía. La luz del faro unió a maestra y aprendiz, en aquel corral de escaramujos, algas y ostiones. Ella lo guió en todo momento, el donde, el como y el porqué, intercambiando palabras y gemidos, los primeros, sonidos extraños, los segundos, universales, con el olor a salitre acompañando la pasión de sus cuerpos. Cuando me lo contó sentí la energía propia de los recuerdos imborrables, la emoción en sus palabras, apunto de lágrima, como si su vida hubiera comenzado en aquel instante. Como si hacer el amor fuera lo único que nos recuerda que estamos vivos. Como si amar a una mujer fuese un fin en si mismo, y no parte del camino por recorrer. Por eso quería que sus cenizas descansaran allí, alfa y omega, principio y fin de su existencia. Las deposite al anochecer, bajo la misma luna llena y en el punto exacto donde fui concebido yo, años después de aquella historia. El ser humano es animal de costumbres. Y por primera vez tras su muerte lloré su pérdida. Pero aquella corrala milenaria había visto miles de vidas ir y venir, y permanecía inmutable ante mis lágrimas. Un cangrejo zapatero salió de su escondite y se ocultó rápidamente al verme. Justo entonces descubrí que no estaba sólo: Una melena rubia sobresalía del agua mirando al infinito, y salió a mi encuentro. Me preguntó en inglés si estaba bien y yo le conté la historia. Por empatía, agrado o simple necesidad física acabamos haciendo el amor tumbados en la playa. Ella se marchó antes de que amaneciera, gesto que agradecí: Hay momentos irrepetibles.
Relatos de ficción "Captar en lo que se ha escrito es síntoma de lo que se ha callado" (Nietzsche)
lunes, 22 de agosto de 2016
Acorralado por el amor
Me pidió que depositase sus cenizas en aquella playa, y cumplí su deseo. El motivo, secreto o no, era que allí había amado por primera vez. Allí había sentido su fuerza, allí los sentimientos habían aflorado en su corazón, aunque luego se volvería de piedra tras descubrir el egoísmo propio de los seres humanos, el que nos sirve para sobrevivir y, a la vez, rompe corazones. No sabía besar a una mujer y, asustado, descubrió como aquella rubia americana de penetrantes ojos azules intentaba introducir la lengua en su boca una y otra vez, hasta que el comprendió el mecanismo y accedió. Fue elegido tras un cruce de miradas bajo la atenta luz de la luna, mientras el buscaba bivalvos bajo la arena de la orilla y ella, recién llegada, descubría la bahía. La luz del faro unió a maestra y aprendiz, en aquel corral de escaramujos, algas y ostiones. Ella lo guió en todo momento, el donde, el como y el porqué, intercambiando palabras y gemidos, los primeros, sonidos extraños, los segundos, universales, con el olor a salitre acompañando la pasión de sus cuerpos. Cuando me lo contó sentí la energía propia de los recuerdos imborrables, la emoción en sus palabras, apunto de lágrima, como si su vida hubiera comenzado en aquel instante. Como si hacer el amor fuera lo único que nos recuerda que estamos vivos. Como si amar a una mujer fuese un fin en si mismo, y no parte del camino por recorrer. Por eso quería que sus cenizas descansaran allí, alfa y omega, principio y fin de su existencia. Las deposite al anochecer, bajo la misma luna llena y en el punto exacto donde fui concebido yo, años después de aquella historia. El ser humano es animal de costumbres. Y por primera vez tras su muerte lloré su pérdida. Pero aquella corrala milenaria había visto miles de vidas ir y venir, y permanecía inmutable ante mis lágrimas. Un cangrejo zapatero salió de su escondite y se ocultó rápidamente al verme. Justo entonces descubrí que no estaba sólo: Una melena rubia sobresalía del agua mirando al infinito, y salió a mi encuentro. Me preguntó en inglés si estaba bien y yo le conté la historia. Por empatía, agrado o simple necesidad física acabamos haciendo el amor tumbados en la playa. Ella se marchó antes de que amaneciera, gesto que agradecí: Hay momentos irrepetibles.
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