Recuerdos de Vejer
Vejer es un pueblo blanco hermoso, que parece casi de cuento. En la playa de El Palmar alquilábamos todos los veranos una casa por todo el verano. Es decir, casi tres meses de playa. Tres meses de coger cangrejos, de ser malcriados por los abuelos, de castillos de arena. De esa clase de felicidad tan inmensa que no puede ser descrita con palabras. De comer helados y probar sangría como si fuéramos adultos.
Desde entonces el paraíso me lo he imaginado así: Despertando con la luz del sol y con los placeres culinarios llamando a la puerta de casa: Pan recién horneado, huevos y carne de una granja cercana, aceitunas. pescado sacado del mar con anzuelo esa misma madrugada. La altura, tanto de mis primos como mía, creo que en parte se debe a que acabamos prácticamente con las reservas de acedías de Sanlúcar de Barrameda y aledaños. A eso y que durante muchos veranos seguidos no teníamos nada de preocupaciones, sólo sueños. Playa, series de televisión sobre coches que hablaban, y mucha pechuga de pollo: No hay nadie que me haya conseguido explicar científicamente porque la pechuga de pollo empanada sabe mejor en un día de playa y rodeado por los tuyos, envuelto en una toalla como si fueras un medallista olímpico.
Cuando murió mi padre supe que había dos sitios donde quería esparcir sus cenizas: Uno era la playa de Chipiona, donde el paso sus veranos más felices, y el otro, El Palmar. Caminar por la arena es como rejuvenecer. La última vez, en el restaurante Trafalgar, degustando pescado acompañado por Manzanilla en la plaza de España, cerré los ojos por un momento y volví a oir las risas secretas de los recuerdos, esas que quedan marcadas en la piel y son nuestra denominación de origen. La felicidad es esa sensación que nos deja piel de gallina por segundos. Nunca hay que dejar de buscarla.
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